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Mi hermano y yo

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Nací hijo de una madre soltera, menor de edad, abusada por el dueño de la empresa donde trabajaba y vuelta a abusar por el cochino capataz de la fábrica. Fui criado en una casa tipo hostería con varios medio hermanos y hermanas, viviendo como nuestras madres eran obligadas a todo, para poder seguir adelante. De pequeño tuve experiencias con mis hermanos mayores y mis hermanas, las amigas de mi mamá que vivían en la casa y finalmente hasta con mi madre. El tiempo ha pasado, pero algunos hermanos seguimos en contacto y a veces nos reunimos, para recordar tiempos pasados, aunque difíciles, fueron también placenteros. Este primer relato de doce, recoge el inicio de mi vida, partiendo desde una pequeña fiesta con mi hermano y hermana, y recordando el camino que me llevó al día de hoy.

Me siento raro, el sol está caliente, deben ser las diez de la mañana, o algo así. Desnudo en la cama, algo sudado y pegajoso, siento la pierna de una mujer sobre la mía, pisando mi polla, la logro sacar y que alivio. Al voltear al otro lado doy con una polla que no es la mía. Estoy en un sandwiche hombre mujer, mareado, cansado y ajeno de la realidad, caigo de nuevo dormido recordando o soñando una situación parecida hace mucho tiempo. El sueño me lleva al pasado, y recuerdo los relatos de mi madre trabajando en una fábrica de franelas para un señor árabe, Elías.

El tipo era conocido como la rata o el guacamayo, por su prominente nariz. Flaco, no muy alto, como de cuarenta, siempre vestía muy bien con pantalones ajustados que marcaban su largo, pero más bien delgado pingajo. “El guevo de la rata no tiene cabeza”, decían las mujeres, “pero pica”.

Elías era un miembro respetado de lo que llaman la clase media alta, casado, con familia, muy recto y de conducta intachable, ¡en la iglesia! Pero en su fábrica, ubicada en una zona industrial con cordón de miseria alrededor, se convertía en un pervertido a quién le gustaba preñar mujeres o más bien niñas, como mi madre. Todas las obreras de la fábrica en algún momento habían tenido un encuentro del tipo penetrante con la guacamaya y muchas de ellas quedaron como él quería, preñadas.

Mi madre tuvo que ser una de ellas, yo soy igual al árabe, flaco, narizón y con una polla larga y delgada, sin cabeza y unas bolas pequeñitas que hacen que la paloma se vea aún más larga. Por si fuera poco, también me dicen que mi verga pica, pero rico, a las mujeres y hombres les gusta la sensación. Estando preñada, mi madre no tuvo más remedio que mudarse con el capataz de la rata, conocido como el cochino maldito.

Antonio también era árabe, pero de los que salen en las películas de los ladrones de Bagdad, grandote, gordo desalineado, peludo como un oso de circo, hediondo a sudor, café, tabaco, cebolla y quien sabe cuántas porquerías más. Era el propio cerdo, siempre manoseando a cuanta mujer se le ponía cerca. Siempre vestía una franelilla con la inmensa barriga apoyada sobre un pantalón amplio que dejaba ver la inmensa pinga del tipo, envuelta en un chinchorro de bolas, también inmensas. No dudaba en sacarse la pinga y rascarse con gusto en cualquier sitio dentro de la fábrica, pidiéndole ayuda a cualquier obrera, de mala manera. Para no perder el trabajo ninguna de las mujeres se negaba, las que lo habían hecho ya no estaban. Todas sabían qué hacer y si había que rascar o mamar esa verga, se hacía y más nada. Al cochino le gustaba que lo vieran mientras le chupaban el chaparro y si nadie se fijaba, le bajaba las pantaletas a la chica y le enterraba la yucota en la cuca o el culo, donde primero cayera, sin anestesia ni lubricante. ¡Ahora si lograba la atención de su público! Antonio disfrutaba que lo vieran mientras que la leche chorreaba por las piernas o las tetas de la chica escogida, siempre abundante y espumosa de tanto batirla con fuerza y sin piedad. Al rato el maldito se la sacudía y terminaba orinándose en la víctima de turno, quien además tenía que lamerle el ahora flácido trozo de carne hasta dejárselo limpiecito. De allí todas las mujeres siempre llegaban al trabajo con el culo bien lavado, nunca sabían cuando les iba a tocar y no querían comer mierda.

Pronto mi madre descubrió la fantasía del cochino maldito, – tirarse a las mujeres embrazadas -, como ella. Mientras yo iba creciendo dentro de mi madre el infame se la cogía todos los días llegando a la casa. A veces también tuvo que aguantarse a los amigotes de Antonio, quienes se turnaban con las otras mujeres que vivían con ella. Era una casa cerca de la fábrica, con muchos cuartos y albergaba a unas cinco o seis mujeres con sus hijos, la mayoría de Elías, mis medio hermanos.

Cuando nací, poco cambió. A mi madre se la seguían cogiendo los amigos de Antonio y a medida que yo iba creciendo me parecía algo normal, también a mis medio hermanos y hermanas, que pensaban lo mismo. Algunos ya mayores de quince años eran los dominantes y sometían a los chiquitos como yo. Quizás de todos los hijos de Elías yo era el más parecido a él, heredé su pinga tipo pitillo y muchas veces fui víctima de burlas.

Cuando llegaban los amigos de Antonio, los hermanos mayores se desaparecían a la calle y los pequeños nos resguardábamos todos juntos, escondidos y viendo lo que hacían esos hombres con nuestras madres.

Con la esperanza de ser tratadas mejor, los fines de semana las señoras se bañaban y perfumaban, quizás les dejarían alguna propina. También, los fines de semana eran días de desvirgue. Los padrinos llevaban muchachos adolescentes para su primera experiencia sexual. Una amiga de mi madre era considerada la especial para el trabajo y hacían cola.

Inés era una vieja cuarentona que cuando se desvestía era como las chicas que salen en las revistas con las que se masturban los hermanos mayores. Tenía unas tetas grandes y redondas siempre muy paradas, decían que un proxeneta se las había mandado a hacer a la medida. No tenía barriga, pero si unas inmensas nalgas que se abrían cuando se agachaba y dejaban ver un inmenso hueco del culo, siempre limpiecito y perfumado. Puedo dar cuenta de ello porque fueron muchas las veces que me acerqué y lo constaté. Si se agachaba más se le salía un bollo de cuca, con una raja de fantasía y unos labios siempre abiertos y aleteando como una mariposa. A los seis años no sabía porque me gustaba tanto olerle la cuca a Inés, y si me pillaba en el acto, me enterraba mi nariz de loro en la raja y me la frotaba suavemente. Inmediatamente se me paraba el chaparrito y a Inés se le alegraba el día. “¡Hay! gracias amorcito”, me decía, “¡que galán!”

Con el tiempo yo buscaba a Inés mientras limpiaba su cuarto o lavaba ropa, alejada de la vista de los demás, para olerle la cuca y esperaba con ansiedad que me enterrara la cara en esa jugosa ciruela. Aunque se hacía la loca, para que yo pensara que era un castigo, poco a poco fue extendiendo el tiempo en el que se metía mi nariz en la raja y finalmente una día me pidió que le lamiera el culo.

“Saca la lengua”, me dijo mientras mantenía mi cara envuelta en sus grandes labios, “y busca metérmela por el culo, por favor, cariño”.

Inés se fue arrodillando y con cuidado de no aplastarme, abrió las piernas separando las rodillas. Yo estaba en el suelo, boca arriba con mis piernitas saliendo por las nalgas de Inés con la cara en su coño y la lengua afuera, pero no le llegaba al hueco del culo. Me empujó la cara hacia atrás abriendo más aún las piernas y echando la cadera hacia adelante, ¡esto era de locos! la cuca se le abrió y el hueco del culo se acercó mientras se abría también. Ahora podía deslizar mi lengua dentro de ese orificio pulsante que me la quería atrapar. Si empujaba la lengua al hueco, se extendía y si la sacaba se apretaba buscando que volviera a entrar.

Se me fueron los tiempos a medida que los labios me masajeaban la cara y yo entraba y salía del culo. Inés, con mucho cuidado y delicadamente, pero a su vez con firmeza, me agarró la cabeza jalándola para llevar mi boca dentro de su pepa. Con mi nariz frotaba su clítoris, mi lengua le lamía sus labios y mi pito estaba que silbaba y echaba chorritos de un líquido transparente y pegajoso, con los brazos me agarraba de las nalgas de Inés y mis piernas me temblaban. De repente se me inundó la boca, se llenó de una exquisitez con un fuerte sabor amargo, pero sabroso, no dudé en tragármelo y seguir ordeñando con mi lengua, pidiendo más de aquello.

Mi pinga estaba reventando de dura, parecía que le quería crecer la cabeza que le faltaba. Fueron varias las descargas de placer de Inés y casi ahogado, yo quería más, pero Inés empezó a gemir, como lo hacía cuando se la cogían, pero esta vez sonaba más encantador, más real, se estaba relajando de placer. Sin soltar mi cabeza, Inés se fue echando hacia atrás mientras me jalaba hacia adelante y se agachaba para meter mi cara entre sus enormes tetas y apoyar sus majestuosas nalgas en mi barriga. Aunque todos estaban de acuerdo que mi chaparro era muy largo, en especial a mi corta edad, solo llegaba a rozar el culo de Inés y en cada roce soltaba pequeñas gotas de fluido.

Inés seguía gimiendo y babeando, mientras me frotaba entre sus sudorosas tetas impregnadas de saliva. Los pezones se le querían reventar, estaban duros y al chuparlos soltaban un líquido sabor a miel o lo que fuera, pero demasiado rico, no podía dejar de mamar. Inés tenía una hija de dos años y como que se le bajó la leche.

Interrumpiendo mi mamada, Inés me empezó a sacar por debajo de ella, levantándose un poco para colocarme arrodillado frente a ella y dejando caer sus ricas nalgas en el suelo,  abrió las rodillas y recogió los talones para envolverme con sus piernas. Mi pinga ahora la tenía en su obligo, perdiendo fuerza y haciéndose cada vez más blandita. “Si tienes que orinar, no te de pena, ¡orínate!”, me dijo como sabiendo lo que iba a pasar. Sin querer la bañé en orina que se me salía sin cesar mientras que llevaba mi boca a la suya y me metía su lengua gigante y carnosa, con sabor a gloria. No podía respirar pero no quería que sacara la lengua, hay Inés que rico, no pares.

Ya había parado de orinar, cuando siento las manos húmedas y calientes de Inés bajar por mi espalda para envolver mis nalgas y finalmente, con mucha sensibilidad y muy cariñosamente sentir como me entra el dedo medio por mi culo. Casi de inmediato vuelvo a orinarme con un placer indescriptible. “¡No lo botes todo!”, me dice en tono firme sacando su lengua de mi boca, “párate y orina en mi boca, me encantan los orines de un carajito que todavía no eyacula, o al que no se le sale leche, para que me entiendas”.

Como un soldado me paro llevando mi pito a la boca de Inés y ella comienza a mamar y chupar y logra lo que quería, vuelvo a orinar. No sé de dónde salió tanta orina, pero estoy con las manos tocando el cielo.

Con un poco de orina en la boca, Inés me hace agacharme buscando mis labios para dejarme probar mi propia orina, es rica, apenas salada y con una mezcla de sabores totalmente nuevos. Mientras sigo desfrutando el manjar y la lengua de Inés recorre toda mi cara y pecho pegajoso de orina y fluidos vaginales para volver cargada a mi boca, siento como me entra el dedo por el culo y empieza a describir círculos.

“Sí que te gusta, ¡muérgano!”, me dice sonriendo con ironía, “¿cuántas veces te han cogido por tu culito? ¿Perdiste la cuenta?” Eran demasiadas emociones y no oí lo que me estaba preguntando. “Bueno no me digas, conozco a tus medio hermanos, seguro que te cogen a menudo”, comenta en el mismo tono de risa, “no te preocupes, aprende a disfrutar tu cuerpo, apenas tienes seis o siete años”.

De golpe siento que me sacuden la polla y me cachetean. “¡Hey! ¿Qué pasó?, ¿muchas emociones por una noche?”, me dice una lejana voz con aliento a mierda. Es Verónica mi media hermana, quien sigue sacudiéndome la polla. “¡Ya no está tan dura como anoche!”, dice antes de metérsela en la boca. “¡A la Verónica le gusta tu verga, hermano!”, me dice Francisco otro medio hermano, también con un aliento a la misma mierda, mientras se está masturbando y me lleva mi mano a su pinga solicitando ayuda para batirla. Esa era la polla que me encontré cuando desperté y no la reconocí. “¡No arrugues la cara!”, me dice mientras yo termino de despertar, ver que Verónica disfruta chupándome la polla poniéndose dura y colocándome más cómodo para masturbar a mi hermano.

“Después de anoche tu boca también sabe a mierda, ¿déjame ver?”, pregunta besándome la boca y metiendo su lengua hedionda. No lo puedo evitar me gusta, el sabor es repugnante pero como que los tres comimos mierda ayer. Ya somos unos viejos los tres, Francisco tiene casi cincuenta y Verónica y yo ya pasamos de los cuarenta, pero de vez en cuando nos gusta compartir como cuando teníamos diez añitos. Lo que me hace recordar el sueño, ¡el malestar se me pasó!, pero yo quería recordar otra cosa, mi experiencia en casa del viejo San Pieri.

Verónica suelta mi palo, interrumpiendo mis pensamientos, no sin antes saludar a mi bolas y acariciar mi culo, para quitarme del puesto en el centro de la cama. “Pido estar en el medio”, dice gimiendo con placer sacando la lengua y pasándola por sus siempre bellas tetas. “¡Está bien!”, respondo dejando de mamarle la lengua a Francisco y soltando su pegajosa pinga, “¡métete aquí entre los dos tetas arriba, una pinga en cada mano y guerra de lenguas!”.

Francisco pica adelante metiendo el pulgar en la cuca y el dedo medio en el culo de Verónica, dejándome las tetas a mí, nos juntamos las caras y empieza la guerra de lenguas, sabor a mierda.

Nos dejamos ir y sin querer los tres nos quedamos nuevamente medio dormidos.

Babeando por la recién culminada guerra de lenguas, que nadie ganó y los tres disfrutamos, Francisco y yo nos abrazamos montados encima de nuestra hermana Verónica, quién no quiere soltar nuestras respectivas pingas. Las dos vergas, pegajosas y bastante flácidas están chorreando levemente sobre la pelvis de Verónica.

Un golpe en la puerta nos hace reaccionar, y vemos como entra la mucama sin avisar. Ya es muy tarde, es hora de limpiar y no pusimos el aviso ese de no fastidiar.

Al vernos, la mucama, una chica joven de unos veinte años, de buen cuerpo completamente sudado, con un vestido de uniforme demasiado corto y evidentemente con leche corriendo por sus piernas hasta las rodillas, cierra la puerta quedando adentro. Descaradamente se nos acerca quitándose el vestido, para sacudirlo.

“¡Hay! Perdón”, dice con una voz muy dulce, “tengo que limpiarme un poquito y no puedo esperar. ¡No creo que les moleste! Están ricos los tres”.

“¡Adelante, mi amor!”, replica Verónica, “me gusta lo que veo y a mis hermanos se les fue la pea y ya están babeando”.

La chica toma la toalla que había dejado caer junto a su uniforme y se la pasa por ese cuerpo tan joven, tan escultural.

“Esto ya se secó”, dice con la mano en su cuca depilada y juvenil, “necesito una ducha, ya vuelvo, no se vayan, je,je”.

Viéndonos las caras con asombro nos salimos de la cama para ver el espectáculo en la regadera. Efectivamente valió la pena asomarnos. La chica se echó el champú en la cabeza para regarlo en todo su cuerpo, frotándose sensualmente con los ojos cerrados. Se pasa las manos por su largo cabello y la cara, para llegar a esas tetas tan lozanas, desbordantes de juventud. Toma un poco más de champú y se mete una mano entre las piernas abriéndolas levemente, mientras que la otra mano hace lo propio en las nalgas, para bajar por las piernas mientras se agacha y gira su hueco del culo hacia nosotros, como si nos pudiera ver con él. ¡Qué show! Y eso que los tres estamos jodidos de la noche anterior, estamos pegajosos, hediondos y cansados.

La puta es una artista y nos tiene estúpidos a los tres, definitivamente ¡nos encanta!

Haciéndose la desprevenida, levanta la mirada mientras se incorpora y echa la cabeza hacia atrás para dejar que el agua la bañe de la cabeza a los pies. La cortina de agua, que arrastra la espuma y deja relucir el cuerpo desnudo de la chica, es algo estremecedor. La muy descarada abre las piernas y devela un coñito bello, precioso, rosado pálido, con alitas cual mariposa. Los tres hermanos seguimos hipnotizados, paralizados, mientras que la mucama cierra el grifo y procede a secarse delicadamente.

“¡Quítense! ¡Descarados fisgones! ¡Dejen pasar!”, nos grita en tono irónico y riéndose mientras nos empuja para abrirse paso fuera del baño. Cual zombis nos quedamos viendo como la chica se contornea hacia su vestido, sudado y arrugado y se lo desliza por encima. Abre la puerta para retirar las sábanas y las toallas del carrito de servicio y se voltea cual mamá.

“¿Qué me ven?, a ver si se bañan ¡cochinos!”, nos comanda, “tengo trabajo que hacer aquí”.

Sin pensarlo, los tres nos lanzamos a la regadera y apretujados nos comenzamos a enjabonar los unos a los otros. Verónica me agarra mi verga de pitillo y rápidamente me la llena de espuma, sin dejar por fuera mis bolitas y mi culito. Al darme vuelta me encuentro con el pingajo de mi hermano Francisco, quien no salió a nuestro padre. La flácida verga no es muy larga, pero gruesa, dotada de una enorme cabezota que tantas veces he tenido en mi culo. Las bolas también son desproporcionadas haciendo que la pinga siempre se vea más corta de lo que es. Con las dos manos llenas de jabón comienzo a masajear las bolas, la polla y el culo, que bien conozco por dentro. Finalmente los dos nos concentramos en Verónica dándole un baño masajeado a cuatro manos.

Al secarnos y saliendo del baño, vemos como se ha hecho un milagro. La artista de la regadera ya había terminado de arreglar todo el desastre que dejamos en el cuarto, incluso recogió nuestra ropa en una bolsa de plástico para llevarla a la tintorería. Tendió y perfumó la cama y hasta le echó unos pétalos de rosa, ¡exquisito!

“¡Qué fino!”, nos gritó riéndose mientras nos quitaba las toallas mojadas de las manos y besándonos con su ágil lengua rosada, “quedaron bellos los tres, y tú en especial, hermanita, estas divina”.

Corre a la puerta y dejando las toallas mojadas, vuele con toallas nuevas y la dotación de champú y jabón. “¡Bien! Estamos listos”, nos dice con su vestido mojado pegado a su sensual piel radiante de energía juvenil. “Lávense la boca y descansen, más tarde vuelvo con la ropa, el vino, el almuerzo y por supuesto vengo yo. ¡Prepárense!, ¡los voy a volver mierda a los tres!”

Casi de salida, con el vestido húmedo metido en la raja del culo, se da vuelta acomodándose las tetas y se vuelve a Verónica. “Por cierto amiga, el huésped de al lado, un chico de unos dieciocho años, parece un semental”, le dice con tono de chisme, “el carajo me echó una cogida fenomenal. La cabeza del guevo parece un hongo gigante y es bastante brusco al meterlo, casi me revienta la cuca, pero el dolor rápidamente se convierte en placer. Cuando se corrió dentro de mí, el monstruoso trozo de carne no paraba de pulsar y soltar una grosera cantidad de miel caliente que chorreaba por mis piernas. Todavía disparando tacos de leche espesa y caliente, sacó el cañón y me lo encajó en mi apretado culo, que afortunadamente siempre está limpio, perfumado y dispuesto a recibir ese tipo de visitas. ¡Hay no! No me quiero acordar, ¡que me vengo! Eso sí amiga, te lo recomiendo, y estoy segura que le gustarás, eres una vieja demasiado caliente y provocativa. ¡Me voy para volver! ¡Adiós!”

Al quedar solos en el cuarto de hotel, nos cuesta asimilar lo acontecido, debe ser por la resaca. Pero bañados y con los dientes lavaditos, nos deslizamos por las sábanas limpias y frescas, salpicados de pétalos de rosa. Con Verónica en el centro, nos abrazamos dispuestos a descansar y estar listos para recibir a nuestra nueva amiga, la que dice que nos va a sacar la mierda a los tres, habrá que ver.

“Te quiero mucho, Elías”, me susurra Verónica mientras me da un beso húmedo con tanto cariño y amor, que no recordaba haber recibido en mucho tiempo, “eres mi amor de toda la vida”.

“Si, si, si”, interrumpe Francisco, soltándonos, volteándose y dándonos la espalda, “yo los amo a los dos, pero si siguen con la mariquera me voy tras la mucama de una y los dejo aquí con sus amapucheos, parecen carajitos, ¡creo que voy a vomitar!”.

Sin hacerle caso al viejo insensible marico que comparte muestra cama, Verónica y yo nos caemos a lata cual colegiales, apretándonos en un abrazo que nos hace estremecer y temblar. El perfume de las sábanas limpias y recién tendidas, junto con el aroma de los pétalos de rosa, con nuestra piel lozana y fresca, después del baño, nos lleva a otro universo. Cada quien con una sonrisa de pendejo en la cara nos dormimos dejando florecer el campo de los sueños.

Sin saber si es sueño o realidad, me inunda un aroma de piel de mujer y me ubico en la casa del maldito cochino capataz de la fábrica donde trabajaba mi madre. Tengo como diez u once años y al abrir los ojos me percato que estoy entre los brazos y las tetas de la vieja Inés, amiga de mi madre y mi novia preferida. La señora ya llega a los cincuenta, pero está fabulosa, los últimos cuatro años ha sido mi maestra del sexo y me ha protegido de mis hermanos los sodomitas. También adoptó a mi hermana Verónica, para protegerla y cuidarla de los malditos amigotes de Antonio. Cuando llegaban los infames padrinos buscando mujeres para sus ahijados virgos, ella nos escondía, para no ser víctimas de los usuales maltratos.

Desde nuestro escondite, Verónica y yo veíamos como Inés se encargaba de cualquier hombre, virgen o experto singón, para dejarlo vuelto leña y dispuesto a dejar una buena propina. Ambos íbamos viendo y practicando lo que hacía cada quien en su rol. Verónica, me consta, después de vieja se convirtió en la propia come hombres, sabía cómo sacarle la leche a cualquiera, rápido y en frío o con mucha sensualidad dejándose todo el tiempo del mundo, para que la cogieran divino.

Mi madre y la de Verónica, definitivamente se habían mudado a otra ciudad, huyendo del maltrato del dueño y el capataz de la fábrica y la vieja Inés nos adoptó como si fuéramos sus hijos. Siempre dormíamos en la misma cama con ella y Verónica siempre fue testigo de cómo yo hacía gemir a nuestra madre adoptiva. Años atrás habíamos empezado, por casualidad, a tener sexo, o más bien medio sexo al yo no poder acabar, solo salpicar gotas y orinar a Inés. Pero Inés me enseñó que el sexo no solo es meter la pinga, acabar y salir a contarles a los amigos.

Ya con los primeros signos de la pubertad, un domingo, mientras Inés lavaba ropa y nos preparábamos para tener nuestro encuentro sexual, algo había cambiado, todo mi cuerpo se sentía distinto, más definido, más duro, los músculos se sentían más y las erecciones eran más fuertes y duraderas. También dejé de orinar tanto con la erección, y hasta Verónica me veía con otros ojos.

Con el calor que hacía, Inés generalmente lavaba la ropa totalmente desnuda, para sudar mejor, estar más fresca y no tener que lavar más ropa. Usualmente Verónica la acompañaba y a veces ayudaba con pequeñas cosas que una niña de diez años podía realizar. Ese domingo en particular Verónica se me quedó viendo, algo extrañada, la forma de la verga era algo distinta y el color de la cabeza del guevo era más oscuro, las bolas se veían más grandes.

“¡Chúpame las tetas mientras termino, mi amor!”, dijo Inés al verme parado allí bajo la mirada de mi hermanita, “con tanta mamadera siempre me tienes produciendo leche, parezco una vaca. Aprovecha tú también Verónica, es lo mejor que hay”.

Verónica y yo nos pegamos de las tetas como si fuéramos becerros e Inés empezó a menear el culo mientras enjuagaba la ropa agachada sobre el fregadero.

“Cuando tenga tetas, te voy a dejar que me las mames cuando quieras, Elías”, me dijo Verónica en un tono inocente, mientras que Inés no podía contener la carcajada. “Hay que niña tan loca”, dijo Inés, “cuando tengas tetas tendrás un novio y él te las mamará y también te cogerá, todas las veces que quieras. Elías solo será un recuerdo de la infancia”.

Sin pedir permiso, me senté debajo de Inés y comencé a lamerle la sudorosa cuca que por tanta conversación erótica, estaba chorreando y palpitando. Le pasaba la lengua del hueco del culo hasta el clítoris y en el camino le metía mi narizota entre sus labios. Inés empezó a menearse como siempre lo hacía y tuve que agarrarme de las nalgas para no caerme. Los labios estaban más hinchados que de costumbre y el culo se abría como pidiendo ser atendido.

“¡Asómate Verónica!”, gritó  Elías jalando a su hermana a su lado, “cuando tengas la cuca como la tiene Inés te la voy a lamer siempre que tú quieras”.

Verónica quedó sorprendida con lo que estaba viendo y la curiosidad la llevó a meter su cara entre los labios y lamerle la cuca a su madre adoptiva. “¡Pero qué rico se siente!”, dijo al rato, “con razón tú siempre que puedes le estas mamando la papaya a mamá”.

“Mi cosita no te debe saber a nada”, pregunta Verónica en tono afirmativo, “pero espera a que crezca, ya verás”.

“Pero, ¿qué te pasa Inés?”, preguntó Elías, “nunca había visto tu cuca así, hasta cambió de color y huele diferente, más sabrosa”.

Inés se incorpora y deja caer la ropa que estaba enjuagando, “ven acá pequeño don Juan”, gritó con firmeza agarrando a Elías por un brazo, “ahora vas a convertirte en hombre jovencito. Acompañamos a la habitación Verónica y cierra la boca, los ojos se te van a salir”.

Una vez que los tres llegan al cuarto se ubican en la cama e Inés se arrodilla encima de su pequeña víctima colocando su excitada cuca en la cara del pequeño y procede a chuparle el pingajo mientras le introduce el dedo en el culo. “No pierdas detalla Verónica”, susurra Inés mientras jala la niña para que esté más cerca de la acción.

Elías está ahogándose en la leche que le sale a Inés por la papaya y hasta le sabe a papaya acidita y amarga, ¿qué está pasando?, se pregunta, mientras que del otro extremo le están chupando la verga como nunca antes.

De repente Inés suelta la verga y se da vuelta, sentándose en la pinga de Elías, esta es la primera vez que la penetra, es una verga larga, aunque delgada y pica, pica pero rico, es la pinga de papá Elías, definitivamente, el hijo de Elías heredó la pinga del papá.

Verónica observa con envidia como Inés le bate el palo a su hermano y parece que se está drogando, los ojos se le desorbitan y empieza a gemir como nunca antes. Elías no está mejor, está pálido y sonrojado, parece un camaleón con los ojos revueltos, temblando y sacudiéndose, las piernas tiesas y agarrado de las piernas de Inés. Verónica no lo puede evitar y se asuma por el culo saltarín de Inés, solo para ver que la polla de su hermano está pulsando entrando y saliendo, las bolas se le subieron y parecen uvas pasas. De repente sale un chorro de leche entre la polla de Elías y la cuca de Inés.

Inés, casi sin aire, agarra a Verónica mientras se saca la pinga pulsante y le coloca el culo justo para insertarle el pingajo chorreado. Como mandado a hacer, el palo encuentra su camino y se encaja a la perfección en Verónica, quien casi pierde el conocimiento y empieza a orinarse y a gritar pero de placer. “Dale, dale, dale”, grita, “no pares hermanito, sigue, sigue”.

Verónica queda sentada en la pinga de Elías, a más bien brincando, orinando sobre él, mientras que del culo le sale un chorro de leche. Inés también se está orinando botando lo que queda de la leche de Elías, quien no sabe lo que está pasando, solo sabe que quiera más de aquello.

Finalmente el clímax llega con una explosión de sentimientos, entre dolor, placer, calor, frío, miedo y satisfacción. Por un largo rato los tres permanecen abrazados, inmóviles tratando de entender lo que acaba de pasar.

“Sabía que iba a ser especial, pequeño demonio o ángel”, susurra Inés finalmente, “¿cómo te sientes Verónica?, ¿tu macho te llenó con su primera leche?, Elías se acaba de convertir en hombre. Pronto le podrás corresponder dándole tu virgo mamita, espero estar allí, OK”.

“Hay mami, no sé, me gustó, me gusta, quiero más, aunque me pica mi culo, quiero más”, replica Verónica. “No seas golosa mi amor, déjalo descansar un poquito y que entienda que se acaba de convertir en todo un hombre. Es su primera lechada”, contesta Inés visiblemente satisfecha con lo ocurrido, es la más buscada para desvirgar ahijados, pero Elías fue lo máximo para ella. “A partir de hoy le puedes dar culo cuantas veces quieras, pero todavía tienes que esperar para darle el virgo, ¿estamos claras?”.

Elías estaba privado, echado en la cama mientras que Inés y Verónica lo contemplaban cada una con una perspectiva distinta. “Mi lindo galán, ahora es un hombrecito, que orgullosa estoy de él”, pensaba Inés mientras sentía como la leche le seguía emanando de su hinchada cuca. “¡Qué hermanito tan bello tengo!, ¡su primera leche la compartí con mi mamita Inés! Quiero ser grande rápido para poder darle mi virgo, que se lo merece, mi culo ya es de él. Y como sea hoy me lo vuelve a meter, de esa no se escapa”, eran los pensamientos de Verónica mientras aguantaba el ardor en su culito palpitante.

Por alguna loca razón, siento que me están mirando y abro los ojos. Es Verónica, con los ojos húmedos y una cara que grita placer, metiendo sus dedos en mi cabello. “¿De qué te estás acordando?, maldito cabrón, si no soy yo la que está en ese sueño, es que te meto un coñazo, ¡pero ya! ¡Confiesa!”, dice con tono amenazante y cerrando el puño. “No, no, no, en serio”, responde Elías, “me acordaba de la primera vez con Inés y contigo, la primera lechada con las dos, aunque a ti no te bastó y no me dejaste tranquilo hasta que volví a llenarte el culo de leche, ¿te acuerdas?”. “¿Cómo no ve voy a acordar, mi amor?”, contesta Verónica con su dulce voz, “me metiste tu verga mil veces, pero la primera cogida no la voy a olvidar mientras viva”. Verónica abre su sensual boca para dejar salir la lengua y metérmela con dulzura hasta el fondo, ¡ya volvimos a los latazos!

“Coño pero que ladilla con los dos novios estos”, murmura Francisco en tono molesto, “me voy a quedar con la mucama yo solito”.


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